Procrastinar es una de las palabras más de moda de los últimos años. Ese nombre que suena tan moderno tiene mucha historia detrás, para muchos de nosotros siempre ha sido algo más parecido a vaguear que algo con base científica, sin embargo, la tiene.
Por si alguien todavía no lo sabe, procrastinar no significa otra cosa que dejar las cosas para más tarde. Y podemos encontrar dos tipos de procrastinadores: Los habituales y los eventuales, depende de si postergas tus obligaciones por regla o solo de manera ocasional.
En 1957 el historiador naval Cyril Northcote Parkinson enunció lo que podríamos considerar las leyes de la procrastinación. En el libro Parkinson’s Law and other studies anunciaba tres leyes fundamentales, la primera de ellas, la que nos interesa, afirmaba que «El trabajo se expande hasta llenar el tiempo de que se dispone para su realización» lo que nos dejaba claro que por naturaleza las personas intentamos postergar nuestras tareas hasta que no queda más remedio.
Esto ocurre por tres razones: El cerebro siempre quiere hacer el mínimo esfuerzo posible, no tenemos la pasión suficiente por lo que hacemos y el perfeccionismo.
La neurociencia ha averiguado en los últimos años que procrastinar no es saludable para nuestro cerebro. De hecho, nos puede provocar serios problemas. Intentemos de dar algo de luz al proceso:
En el momento en que se nos manda una tarea que nos dan ganas de postergar para más adelante comienzan varias luchas internas en nuestro cerebro:
Todo este proceso provoca que aparezca el estrés y cuando el cerebro localiza una situación de estrés comienza el show: se activa el eje HHA (eje hipotalámico-hipofisario-adrenal: parte del sistema neuroendocrino encargado entre otras cosas de las reacciones al estrés o la digestión) y libera el cortisol, la hormona que prepara el cuerpo para la acción inmediata.
Esto no debería ser problemático (nos hace actuar), pero sí lo es si el alto nivel de cortisol permanece durante un largo tiempo, entonces tiene consecuencias para el cerebro.
El estrés crónico puede provocarnos serios inconvenientes. Uno de los más evidentes es que puede deteriorar nuestra parte del cerebro asociada al aprendizaje y los recuerdos.
Aumenta con el estrés el nivel de actividad y las conexiones neuronales en la amígadala (donde se sitúa el miedo en el cerebro) y ello provoca el aumento de los niveles de cortisol y las señales eléctricas en el hipocampo (la raíz del control del estrés, el aprendizaje y los recuerdos) hacen que este se deteriore.
Además del deterioro del hipocampo, el cortisol puede provocar que te encoja el cerebro (sí, has leído bien). Esa disminución ocasiona una pérdida de conexiones sinápticas entre neuronas (lo que provoca la transmisión de impulsos nerviosos) y la disminución del córtex prefrontal (lugar donde se regula la toma de decisiones, la concentración y las interacciones sociales).
Por supuesto, el número de nuevas células cerebrales en el hipocampo completan un pastel difícil de digerir que traduce todo este estrés crónico en un aumento en las dificultades para aprender y recordar y un campo fértil para problemas mentales de gravedad como la depresión o la enfermedad del Alzheimer.
Pese al oscuro panorama, la solución está al alcance de todos nosotros. Para aliviar ese estrés en tu cerebro la ciencia nos da dos actividades básicas: el ejercicio físico continuado y la meditación.
Ambas tareas nos sirven para tomar consciencia del momento, del entorno y disminuye nuestro estrés y por lo tanto ayuda al aumento del tamaño de nuestro hipocampo, y por consiguiente de nuestra de memoria. En el imperio romano ya conocían la solución para nuestros problemas: Mens sana in corpore sano.
Recordemos que todo lo anterior podía ser provocado por procrastinar y conseguir trucos para «engañar» a nuestro cerebro para que consigamos no dejar las cosas para más tarde debería ser una prioridad para nosotros. Nuestra productividad nos va en ello.
Veamos algunos ejercicios que nos pueden ayudar a evitar la procrastinación:
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